Ella sube al vagón en el último suspiro, justo antes de que las puertas se cierren sin dejar fuera a su amiga, es curioso cómo el destino puede depender de tan sólo unas décimas de segundo.
El la mira de reojo y hace memoria... ¿es ella? No puede creer que después de estar completamente enamorado de ella todo el colegio y gran parte de la secundaria ahora ni siquiera esté seguro de si es o no.
Es una lástima que no haya entrado sola, aunque sólo sea para preguntarle la hora y ver en su mirada una chispa, un reflejo que la delate, que demuestre que ella también le ha reconocido.
Llega su parada y se acerca a la puerta para bajarse.
Ella mira al hombre que la roza el brazo al pasar a su lado para apearse y un escalofrío le recorre todo el cuerpo. Es él, no hay duda, el chico que la abandonó a los dieciocho porque no quería estudiar, se marchó a la mili y nunca volvió a saber de él. Han pasado casi treinta años pero esa mirada es única, tiene que ser el.
Se lamenta de que su amiga haya conseguido alcanzar el metro antes de que se cerrasen las puertas. Si estuviera sola -piensa-, a lo mejor me atrevería a decirle algo, aunque solo fuera preguntarle la hora, necesito que me mire, saber si me reconoce.
Pero el se baja en su estación sin mirar atrás, demasiado cobarde para decirla nada. Ella sigue en el metro con la mirada clavada en el suelo, demasiado cobarde para moverse.
Raúl coge el ascensor triste, porque ya no se cree tan capaz de reconocer a su amada después de tanto tiempo. Sería ella su Sara...
A ella la saca de su mundo de ensueños su amiga cuando le grita ¡Marta!, escúchame mujer, que parece que sigues dormida. Y Marta murmura algo sobre Igor que hace que su amiga se acuerde de aquel viejo amor de su compañera de viaje y la abrace...
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